miércoles, 1 de mayo de 2013

Otras conversaciones con el Corto Maltés

“He recorrido mucho mundo, mon ami, y he visto más que muchos mortales aún sumando sus vidas. Y todavía me sorprende lo lejos que la traición puede llevar al hombre”, me dijo el Corto, esta vez en un momento que agotábamos a paso cansino las playas de Makassar.
Debo aclarar que mi estadía en la casa del Corto Maltés duró más de las dos semanas que inicialmente me ofreciera. Ahora creo que estaba cansado y si bien nuestras conversaciones nunca fueron muy extensas, extrañaba el diálogo y, especialmente, alguien que le hablara un poco de su querida Argentina, allí donde vivió aventuras inolvidables.
“Mi época ha pasado”, añadió una vez con desencanto y allí le recordé las palabras de su principal biógrafo, el italiano Hugo Pratt, allá por 1980, quien justificaba su ausencia diciendo que "en un mundo donde todo es electrónico, donde todo se encuentra calculado e industrializado, no hay lugar para un tipo como Corto Maltese". El Corto rió de buena gana, con un sonido parecido al de un gato tosiendo. “Discúlpeme, pero pienso que ese hombre llegó a conocerme bien”, se limitó a señalar, sonriendo.
En el fondo de mi conciencia, sabía que tampoco yo coincidía en este mundo. El mar estaba esperando, como una invitación, como un telón de fondo, mientras el Corto, en primer plano, aún destilaba en pequeñas dosis sus palabras.
“No conozco mucha gente que no diga que no hay que mentir, pero a diario esa misma gente abarata su boca con las más baratas de las mentiras”, me dijo esa misma tarde. “Es cierto”, señalé. Me quedé un rato pensativo y agregué que casi siempre, “las más baratas de las mentiras terminan siendo más caras que la más cara de las verdades”.
El Corto me miró, nuevamente, con sus característicos ojos entrecerrados. “Quisiera que extendiera por más tiempo el honor de su visita”, dijo. “El honor de su hospitalidad es mío, capitán. Y realmente me gustaría conocer la historia que se diluye luego de que usted fuera a la guerra de España”, contesté.
Mirando fijo el horizonte, el Corto apenas levantó la comisura derecha de sus labios, satisfecho. “Veo que sabe negociar”, dijo.

Mi encuentro con el Corto

Hace ya muchos años, cuando recorría los mares del sur de Asia, acerté a recalar mi bajel pirata en unas costas cercanas a Balikpapan, sobre el sereno estrecho de Makassar, que separa Borneo de las Islas Célebes. Allí me dio alojamiento durante dos semanas el Corto Maltés.
Ya sobre el ocaso de su vida, el Corto conservaba esa dignidad que sólo es propia de aquellos cuya sangre acuna la nobleza. Lento en sus movimientos pero rápido y filoso en sus respuestas, como en sus mejores años, y con una memoria sorprendente, apenas se sonrió complaciente cuando le conté que en la Argentina, país que conocía bien y en donde habitó, se lo había inmortalizado en libros de historietas, convirtiéndolo en un héroe de culto.
“Espero que el dibujante haya honrado mi figura”, se limitó a decir, y sonrió apenas, con su particular movimiento de comisuras.
En esas dos semanas que pude compartir con una leyenda viviente, mientras mi tripulación reparaba el bajel y se aprovisionaba antes de que partiéramos nuevamente esta vez con rumbo al Mar de Timor, traté de aprender de él todo lo posible aún cuando el Corto pasaba más tiempo en silencio, con su eterno cigarrillo mirando el horizonte, que interesado en charlar.
Una noche en que habíamos comido generosamente y escanciado ron del mejor, bajo el alero de palmas, por primera vez el Corto se interesó en mis relatos de viaje. “No son tan maravillosos como los suyos” me excusé, “y muchos han sido signados por la tragedia”, reconocí.
“Es más creíble una poesía que hable del dolor a la que hable de la felicidad. Creo que la pena es más cierta que la alegría”, me dijo, sin dejar de mirar el sol que se ahogaba sobre el mar.
“Es cierto, no hay orgullo que no se derrumbe ante el espejo ni hay amor que no sucumba ante la comparación y el aburrimiento”, asentí. Por primera vez se giró y me miró directo a los ojos. Sonrió.
“Es inútil, mi amigo Pirata”, dijo. “A veces, cuando cae la tarde, desearía que el mundo hubiera seguido igual, que en lugar de empeorar, mejoráramos. Pero ¿cómo pretender que todo estará mejor? Recuerda, Pirata, que lo bueno siempre es bueno porque es poco, o porque no lo fue, o porque no lo tuve, y esto es una regla fundamental de la vida”.
“Una vez es bueno. Dos veces, común. Tres veces, aburrido”, contesté.
“Exactamente, mi querido amigo”, susurró el Corto Maltés. “Bebamos, porque el ron nunca es un exceso”, agregó, mientras llenaba nuevamente los vasos. Por esa noche, no volvimos a hablar.

Ya vi...

Cuando estamos a la mitad de algo, con frecuencia el resto del camino nos suena más duro, más árido, más lleno de obstáculos y desafíos.
Con frecuencia, olvidamos ya todo lo que superamos, lo que vimos y lo que vivimos.
Ya vi el muro y su caída, ya vi el calor de la guerra y la Guerra Fría, ya vi el apartheid y la muerte de Biko.
Ya vi mentiras caras y verdades a precio de oferta, al Corto Maltés en Singapur y bebí de la copa que me ofrecía, vi farsantes entrar a la historia y héroes desolados morir en sus olvidados laberintos. Fui testigo del viento que borra las tumbas.
Viajé, huí, y me quedé. Crucé cien veces los mares y me perdí en la selva. Nadé en playas que no tienen ni tendrán nombres cristianos. Más de una vez dejé ira y sangre en vanas cruzadas o decliné la lucha, nada más que por lo que prometían esos ojos escondidos detrás de esas pestañas.
Ya vi los falcon verdes y también la plaza a reventar. Vi los pañuelos y también vi las lágrimas. Vi las copas levantadas y las cruces llenas de sangre. Vi el día que torpedearon al Belgrano y vi como desde ese día, todos los días se hunde un poco más.
Me perdí en unos labios, até las cuerdas y desaté la pasión. Fui testigo de ese primer llanto y así supe que yo nunca más sería el mismo.
Me fui a la B, lloré y volví y hasta puse, mucho después, mis labios en la copa y así supe lo que es ser parte de algo más grande que yo. Fui el escriba que soñó que alguna vez iba a escribir una línea de la historia. Vi los mundiales y en dos, volví a creer que se puede ser algo más grande que uno mismo. No creo en Dios, pero lo vi jugar a Maradona.
Cerré la puerta y tiré la llave.
Vi a muchos, vi a Police, a los Rollings, a Peter Gabriel y me quedé con ganas de ver a Pink Floyd. Fui al último concierto de Serú Girán y al último concierto de Soda, y después supe que no sería el último. El de Serú, si.
Vi al Negro, jugué crucigramas con Cortázar y con Jorge Luis caminamos del brazo por las aceras del barrio de malevos y compadritos. Charlé con Dolina hasta que se nos acabó el whisky. Y buscamos más.
Vi cómo caía la nieve y sentí cómo se le helaban las manos. Vi cómo eligió mil pequeñas cosas diferentes antes que la sinceridad y cómo el mismo frío de sus manos me congelaba el corazón.
Vi cómo la noche se hacía más negra. Vi las pirámides, bebí de los cántaros de Alejandría y negocié con los fariseos. Crucé los Cárpatos una mañana fría mientras escuchaba a Los Beatles y mientras al otro lado del mundo, una bala se llevaba a John para siempre. Una vez, vi a un tipo llegar a la luna y vi su lado oscuro. El de la luna.
Me desnudé en una playa del Indico, solo, mientras explotaba el atardecer y no pude hacer más que caer de rodillas y llorar. Por última vez.
Un invierno más frío de lo normal caí presa del amor en los tiempos del cólera, pero nunca pude llegar a las puertas de Macondo.
Ya caminé una tarde en Dupont Circle y quise que el tiempo se detuviera para siempre, pero esa noche que tomamos margaritas en Georgetown, el tiempo ya había pasado. Y esa noche, borrachos los dos, supe que el reloj sólo camina hacia adelante.
Ya probé de la copa de cicuta, ya vi a Renoir y a Spilimbergo, ya caminé por San Pedro y saqué una foto, ya compré chucherías en El Retiro y ya pinté de colores indescifrables las paredes de mi casa. Ya estuve en el Albert Hall y en el teatro de títeres de la Casita del Puente Afectivo. Y una de esas veces, el precio de la entrada estuvo bien pagado.
Ya mentí tantas veces, que hasta creí que era verdad.
Ya han pasado tantos años y he hecho tantas cosas, que creo que todavía no he hecho nada. Y mientras tanto, sigues habitando en mis sueños porque no sé dónde estás, pero sigues ahí.