miércoles, 1 de mayo de 2013

Mi encuentro con el Corto

Hace ya muchos años, cuando recorría los mares del sur de Asia, acerté a recalar mi bajel pirata en unas costas cercanas a Balikpapan, sobre el sereno estrecho de Makassar, que separa Borneo de las Islas Célebes. Allí me dio alojamiento durante dos semanas el Corto Maltés.
Ya sobre el ocaso de su vida, el Corto conservaba esa dignidad que sólo es propia de aquellos cuya sangre acuna la nobleza. Lento en sus movimientos pero rápido y filoso en sus respuestas, como en sus mejores años, y con una memoria sorprendente, apenas se sonrió complaciente cuando le conté que en la Argentina, país que conocía bien y en donde habitó, se lo había inmortalizado en libros de historietas, convirtiéndolo en un héroe de culto.
“Espero que el dibujante haya honrado mi figura”, se limitó a decir, y sonrió apenas, con su particular movimiento de comisuras.
En esas dos semanas que pude compartir con una leyenda viviente, mientras mi tripulación reparaba el bajel y se aprovisionaba antes de que partiéramos nuevamente esta vez con rumbo al Mar de Timor, traté de aprender de él todo lo posible aún cuando el Corto pasaba más tiempo en silencio, con su eterno cigarrillo mirando el horizonte, que interesado en charlar.
Una noche en que habíamos comido generosamente y escanciado ron del mejor, bajo el alero de palmas, por primera vez el Corto se interesó en mis relatos de viaje. “No son tan maravillosos como los suyos” me excusé, “y muchos han sido signados por la tragedia”, reconocí.
“Es más creíble una poesía que hable del dolor a la que hable de la felicidad. Creo que la pena es más cierta que la alegría”, me dijo, sin dejar de mirar el sol que se ahogaba sobre el mar.
“Es cierto, no hay orgullo que no se derrumbe ante el espejo ni hay amor que no sucumba ante la comparación y el aburrimiento”, asentí. Por primera vez se giró y me miró directo a los ojos. Sonrió.
“Es inútil, mi amigo Pirata”, dijo. “A veces, cuando cae la tarde, desearía que el mundo hubiera seguido igual, que en lugar de empeorar, mejoráramos. Pero ¿cómo pretender que todo estará mejor? Recuerda, Pirata, que lo bueno siempre es bueno porque es poco, o porque no lo fue, o porque no lo tuve, y esto es una regla fundamental de la vida”.
“Una vez es bueno. Dos veces, común. Tres veces, aburrido”, contesté.
“Exactamente, mi querido amigo”, susurró el Corto Maltés. “Bebamos, porque el ron nunca es un exceso”, agregó, mientras llenaba nuevamente los vasos. Por esa noche, no volvimos a hablar.

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