Leía descuidadamente una novela de Carlyle tomando notas y golpeando
rítmicamente su barbilla con el cabito mordisqueado de su lápiz, cuando
la vio a través de la generosa ventana del Café de
Flore. Todo movimiento (juraría) se detuvo de inmediato.
Más allá del boulevard Saint Germain, cruzando las dos aceras y la
esquina de Saint Benoit, una chica como aparecida de un cuadro de
Boticelli estaba apenas apoyada fuera de su auto. El sol la
bañaba y le confería un aura irreal, un brillo mágico a su azulado
cabello que caía como un terciopelo sobre su espalda y comprendí,
instantáneamente, la reacción del joven lector de Carlyle,
quien estaba en la mesa de junto.
No pasaron más de 10 segundos, juraría, pero es como si la eternidad
se hubiera condensado en ese microscópico momento de la historia,
etéreo, volátil, apenas como un soplo, un latido, un
aliento. Al cabo de esos 10 segundos, un hombre salió del local de
zapatos que está allí, exactamente cruzando las dos aceras y la esquina
de Saint Benoit y se dirigió hasta la chica de
Boticelli, la tomó entre sus brazos y la besó ligera y tiernamente.
Ambos rieron, compartieron un par de palabras y subieron al auto.
En la mesa de junto, las cejas del joven lector trazaron un casi
imperceptible arco y sus ojos parecieron secarse para siempre. Jamás
podría encontrar la manera de describir acertadamente esa
expresión de desconsuelo sin medida. Tampoco cómo casi pude escuchar
el seco sonido de su corazón al quebrarse, suicidando toda esperanza.
Volví a mi café y a repasar con la vista ese mediodía parisino de otoño. No habían pasado más de 15 segundos.
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