martes, 30 de abril de 2013

Brevísima historia de amor

Leía descuidadamente una novela de Carlyle tomando notas y golpeando rítmicamente su barbilla con el cabito mordisqueado de su lápiz, cuando la vio a través de la generosa ventana del Café de Flore. Todo movimiento (juraría) se detuvo de inmediato.
Más allá del boulevard Saint Germain, cruzando las dos aceras y la esquina de Saint Benoit, una chica como aparecida de un cuadro de Boticelli estaba apenas apoyada fuera de su auto. El sol la bañaba y le confería un aura irreal, un brillo mágico a su azulado cabello que caía como un terciopelo sobre su espalda y comprendí, instantáneamente, la reacción del joven lector de Carlyle, quien estaba en la mesa de junto.
No pasaron más de 10 segundos, juraría, pero es como si la eternidad se hubiera condensado en ese microscópico momento de la historia, etéreo, volátil, apenas como un soplo, un latido, un aliento. Al cabo de esos 10 segundos, un hombre salió del local de zapatos que está allí, exactamente cruzando las dos aceras y la esquina de Saint Benoit y se dirigió hasta la chica de Boticelli, la tomó entre sus brazos y la besó ligera y tiernamente. Ambos rieron, compartieron un par de palabras y subieron al auto.
En la mesa de junto, las cejas del joven lector trazaron un casi imperceptible arco y sus ojos parecieron secarse para siempre. Jamás podría encontrar la manera de describir acertadamente esa expresión de desconsuelo sin medida. Tampoco cómo casi pude escuchar el seco sonido de su corazón al quebrarse, suicidando toda esperanza.
Volví a mi café y a repasar con la vista ese mediodía parisino de otoño. No habían pasado más de 15 segundos.

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