domingo, 21 de abril de 2013

El último beso

Como hace algunos meses atrás, volví a desafiar al Destino. Esa vez, con la imagen fresca aún del saludo de ella subiendo a su auto, me recordó terminar de narrar mis charlas con el Corto Maltés ¿recuerdan?
Fue allá por octubre del año pasado. Bien, nunca lo hice.
Empeñado en mi derrota, como si no tuviera nada más importante que hacer, el Destino nuevamente me convocó a la mesa de las cartas. Que lo parió... era una partida que se me antojaba olvidada.
Manos de estudio, miradas sostenidas, sonrisas contenidas. Un vaso de Jack y Parisiennes. Y humo y humedad.
"Te dije que esto iba a suceder", me dijo, sentencioso.
Mientras miraba las dos pobres reinas que eran todo mi patrimonio, apenas levanté la vista de la cartas. Y una ceja, la izquierda. Eso es característico en mí.
Me asaltó como una ráfaga el recuerdo de su último beso (luego sabría que sería el último) con ese sabor tan exquisito, con ese dejo a rosas, con esa humedad justificada y sus ojos entrecerrados. Recordé la curva perfecta de sus dientes y la frescura de sus labios. Recordé sus manos suaves como nieve y sus uñas agudas como la peor de las mentiras. Ella. Es ella.
El Destino me sostuvo la mirada. "Subo", dije, y empujé el resto de mis malditas fichas.
El recuerdo de ella era omnipresente, como un perfume eterno y milagroso. Mis manos no dudaron al dejar las fichas en el centro de la mesa. Una gota corrió por la ladera del vaso hasta morir en el tapete, lo supe sin ver. Mis manos no dudaron, y el Destino si. Lo supe, tan bien como el final de la gota en el paño verde, también sin ver.
El Destino no volvió a mirar sus cartas, pero sí el dorso de las mías, como quien quiere traspasarlas. Tuve la certeza que dudaba, y aún así sentía mi atenazado corazón a punto de detenerse. Toda mi apuesta, todo lo que soy, estaba en la pila de fichas desmayadas en el centro de la mesa.
Arqueó la espalda sobre la silla baja y se separó un poco de la mesa, como quien quiere mirar en perspectiva. Rió sonoramente y juro que en el silbido de su risa emponzoñada alcanzé a descifrar una puteada.
"Sos difícil", dijo, meneando la cabeza. "Si no, no sería un buen pirata", contesté.
Con la velocidad de un áspid, cerró sus dedos y sus cartas. Las dejó con elegancia sobre el tapete, boca abajo y en medio de un denso silencio, se levantó de la mesa. Tomó con delicadeza su sombrero del perchero, se lo calzó y comenzó a caminar a la salida. "Chau", apenas dijo.
Llegaba a la puerta cuando extendí mi brazo y tomé las cartas de la mano que él había desechado. Tres nueves y dos ochos. Full. "Sabía que las ibas a mirar... par de reinas", apenas susurró sin darse vuelta mientras la puerta rechinaba al abrirse. "Otro día te llamo", finalizó, a manera de despedida.
Suspiré entre dientes. Junté mi par de reinas con el resto del mazo. Recuperé la pila de fichas apostadas y las metí en el bolsillo de mi saco. En el derecho.
Luego, tomé las cartas del Destino y volví a mirar ese full que me hubiera derrotado sin atenuantes y que sin embargo, se retiró ante la firmeza de mi mirada y la angustia de mi corazón. Ese fue el momento en que supe que el de antes, ese de la tarde, sería el último beso que bebería de los labios de ella.
Me tomé el Jack Daniels de un trago y me fui.

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