Como hace algunos meses atrás, volví a desafiar al Destino. Esa vez, con
la imagen fresca aún del saludo de ella subiendo a su auto, me recordó
terminar de narrar mis charlas con el Corto Maltés
¿recuerdan?
Fue allá por octubre del año pasado. Bien, nunca lo hice.
Empeñado en mi derrota, como si no tuviera nada más importante que
hacer, el Destino nuevamente me convocó a la mesa de las cartas. Que lo
parió... era una partida que se me antojaba
olvidada.
Manos de estudio, miradas sostenidas, sonrisas contenidas. Un vaso de Jack y Parisiennes. Y humo y humedad.
"Te dije que esto iba a suceder", me dijo, sentencioso.
Mientras miraba las dos pobres reinas que eran todo mi patrimonio,
apenas levanté la vista de la cartas. Y una ceja, la izquierda. Eso es
característico en mí.
Me asaltó como una ráfaga el recuerdo de su último beso (luego sabría
que sería el último) con ese sabor tan exquisito, con ese dejo a rosas,
con esa humedad justificada y sus ojos entrecerrados.
Recordé la curva perfecta de sus dientes y la frescura de sus labios.
Recordé sus manos suaves como nieve y sus uñas agudas como la peor de
las mentiras. Ella. Es ella.
El Destino me sostuvo la mirada. "Subo", dije, y empujé el resto de mis malditas fichas.
El recuerdo de ella era omnipresente, como un perfume eterno y
milagroso. Mis manos no dudaron al dejar las fichas en el centro de la
mesa. Una gota corrió por la ladera del vaso hasta morir en el
tapete, lo supe sin ver. Mis manos no dudaron, y el Destino si. Lo supe,
tan bien como el final de la gota en el paño verde, también sin ver.
El Destino no volvió a mirar sus cartas, pero sí el dorso de las mías,
como quien quiere traspasarlas. Tuve la certeza que dudaba, y aún así
sentía mi atenazado corazón a punto de detenerse. Toda mi
apuesta, todo lo que soy, estaba en la pila de fichas desmayadas en el
centro de la mesa.
Arqueó la espalda sobre la silla baja y se separó un poco de la mesa,
como quien quiere mirar en perspectiva. Rió sonoramente y juro que en el
silbido de su risa emponzoñada alcanzé a descifrar una
puteada.
"Sos difícil", dijo, meneando la cabeza. "Si no, no sería un buen pirata", contesté.
Con la velocidad de un áspid, cerró sus dedos y sus cartas. Las dejó con
elegancia sobre el tapete, boca abajo y en medio de un denso silencio,
se levantó de la mesa. Tomó con delicadeza su sombrero
del perchero, se lo calzó y comenzó a caminar a la salida. "Chau",
apenas dijo.
Llegaba a la puerta cuando extendí mi brazo y tomé las cartas de la mano
que él había desechado. Tres nueves y dos ochos. Full. "Sabía que las
ibas a mirar... par de reinas", apenas susurró sin darse
vuelta mientras la puerta rechinaba al abrirse. "Otro día te llamo",
finalizó, a manera de despedida.
Suspiré entre dientes. Junté mi par de reinas con el resto del mazo.
Recuperé la pila de fichas apostadas y las metí en el bolsillo de mi
saco. En el derecho.
Luego, tomé las cartas del Destino y volví a mirar ese full que me
hubiera derrotado sin atenuantes y que sin embargo, se retiró ante la
firmeza de mi mirada y la angustia de mi corazón. Ese fue el
momento en que supe que el de antes, ese de la tarde, sería el último
beso que bebería de los labios de ella.
Me tomé el Jack Daniels de un trago y me fui.
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