martes, 30 de abril de 2013

Estación Haedo



No habrá tenido más de 18 o 19 años. Apenas un par menos que yo. Esto quiere decir, en buen romance, que han pasado los suficientes años como para que el tiempo opacara algunos de los detalles de la memoria.
Muchas cosas habré podido olvidar, seguramente, pero jamás la inocente caída de su pelo sobre la frente, el modo en que las luces del andén se reflejaron en sus ojos, el mínimo bretel de su vestido sobre la curva de su hombro o, finalmente, la manera en que con dos dedos apenas apoyados en el vidrio, hizo su último gesto de despedida.
Cambié de trabajo, de domicilio, de ciudad, de auto. Varias veces. Y de mujer también. Aprendí a mesurar mis expectativas y a perseguir sueños que estuvieran más cerca de mi vecindario.
Con el tiempo, gané más dinero y bajé un par de puntos el volumen del amplificador. Un día, me descubrí cortando el césped del jardín y aceptando colocar una fuente feng shui en uno de sus ángulos. Un día, la mujer que sugirió colocar la fuente se fue, y la fuente se quedó, aunque la verdad es que ya casi ni la enciendo.
Han pasado tantas cosas desde esa tarde en la estación Haedo.
Cada mañana, frente al espejo veo cuánto he cambiado. Cada mañana veo cuánto ha cambiado la realidad que me rodea y sobre la que fantaseo, tantas veces, que tengo algo de poder. Cada mañana veo todo lo que ha pasado o dejado de pasar por mis manos.
Pero hay dos cosas que no han pasado. O tres.
Nunca dejé de escuchar a Deep Purple. Nunca compré un auto de cuatro puertas. Y nunca pude olvidar, ni un solo día, esa última mirada desde el tren, en la estación Haedo.


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